Cerrada la puerta bastó dar tres pasos para que me invadiera un dios macabro. Comenzó como un resoplo en mi frente, casi una casualidad, el viento desde las sienes hacia las orejas llegando hasta la nuca, recorriéndome la espalda hasta alcanzar la punta de los pies. Tragué saliva en una acción amarga que me fue creciendo dentro como un fruto malogrado, volviéndose un cuchillo de doble filo bajándome por la garganta, una llama punzante albergada en estómago. Fumé un cigarrillo o dos, quizás ninguno.
Era su influjo irrenunciable, su voz pronunciándome, la memoria del momento exacto en que se hizo el mundo y la certeza de que la próxima vez, el próximo clamor, la próxima esperanza, sólo podrían provenir de sus manos en llamas, atravesándome.
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